En mi interior
las hojas ya muertas de árboles ilusamente
centenarios
-árboles jóvenes mas ya curtidos-
caían para seguir pudriéndose.
Y los frutos no daban nueva vida.
Y la podredumbre sólo engendraba moscas,
y ningún fénix renacía de sus cenizas.
Un día, sin embargo,
de forma arbitraria y
cuanto menos esperada,
alguien dejó unas flores en mi tumba ya cavada.
Flores que, por imposible que fuese,
añadieron matices de
color y aroma
a mi denso, podrido y
opaco interior.
Alguien temía que me fuera,
Alguien temía que me pudriese.